Me siento sucia. Transpiro miseria. Sudo ruido y chorreo necesidad por todos y cada uno de mis poros abiertos por el bochorno. Trago saliva y sabe a polvo, y no precisamente al de follar. Pongo en cuestión hasta mi riego sanguíneo, que sea el corazón el que bombea, salvo que lo haga a ritmo de mantras desafinados.
Más de cinco días sin conocer la lluvia y hoy ha vuelto el monzón, conviertiendo la ciudad en puro caos. Una vara asoma por la ventanilla de un coche para garantizar que ningún otro transporte se le aproxime. Nuestro tuc tuc alcanza el manillar de la bicicleta de una escolar con uniforme. Un cuenco tibetano sale despedido del tuc tuc de al lado y un motorista no encaja bien el golpe….De repente, una vaca… de repente, ¡un guardia de tráfico!, la métafora más evidente de que en este país las normas están para incumplirlas.
Sí, lo reconozco, me quiero ir. Lo asumo, atravesando este lugar anclado en la mierda de una Edad Media 2.0, por primera vez me preocupo más por el asco que por la desolación. Lo de Varanasi supera cualquier concepto de poner los pies en el charco, metafórico y literal.
Todo me molesta e intento aliviar mi conciencia con el autoengaño de que si me sintiera cómoda sería una inconsciente. Pero no sé qué pecado es mayor, si el de la inconsciencia o el de la soberbia.
Ya he viso suficiente en el trayecto de la estación al hostal, así que ni siquiera me apetece ver el Ganges. No quiero pisar descalza el suelo que me indican, un mínimo espacio de bacterias animales y humanas, para inmiscuirnos en el fuego de un muerto que ya debe de llevar un buen rato ardiendo. Hay una esterilla preciosa de colores a su derecha, que venden en los puestecillos cercanos y que resulta ser la mortaja de otro difunto.
Para eso es el Ganges, para morirse; de muerte o de hambre. Dejamos atrás los ritos y un niño desnudo llora sin vigilancia ni consuelo en las escaleras próximas. Conste que, a diferencia de en otros lugares, los críos apenas se me cuelgan de los pantalones en busca de chocolates o de rupias. Tampoco los muñones y las malformaciones se hicieron tan evidentes. Tal vez porque, en cierto sentido, todo es deforme. Empezando por nosotras mismas, que no sé en qué momento nos dejamos enredar por el servicio del hotel y por su visita guiada. Un esmerado camino de ida, con improvisados puentes de ladrillos para que no nos mojáramos en los charcos y un camino de vuelta mucho menos currado, rápido y mojado, satisfechas las compras de sedas y especias en los establecimientos amigos.
«Si no fuera así esto no sería la India», escucho en la cena. Alguien matiza, «la India no solo es esto, también es la gente que viaja con nosotros en el tren en 2ª AC». Ya, añado, con la salvedad de que cúantos vagones hay de una clase y cuántos de otra. Por no hablar de los desmembrados que no hemos visto en nuestro fragmento de ciudad porque es como si se acumularan todos en el suelo de la estación. La misma estación donde los turistas compramos el billete en un departamento distinto, que hace también las veces de sala de espera con confortables sofás, baño y aire acondicionado.
Y ojo, que soy la primera que está jodida por insistir en el estereotipo de la pobreza pero no todos los días se puede vivir esta experiencia con estilismos de colores. Además, aquí no abundan tanto las sonrisas de otros estados o quizás sí, pero las nubes del monzón hacen que me fije más en los escupitajos.
Si miras al suelo y te asustan pequeños charcos de sangre o crees que la población padece un problema de encías, tranquilo, es el efecto de mascar y escupir hoja de Betel.
Dicen que el que viaja a Varanasi, una de las ciudades más antiguas del mundo, o la quiere o la odia, yo solo puedo decir una cosa: en ningún caso te dejará indiferente.