El retiro forzoso de estos días en el hotel ha conseguido volver a engancharme a la lectura, como cuando éramos críos y hacías lo imposible por apurar los capítulos de Los Cinco antes de dormirte, aún a riesgo de bronca.
Ayer acabé un libro ambientado en el vecino Nepal, que concluía, entre otras cosas, que la Nostalgia es la tristeza de la felicidad. Lo que me ha llevado a la conclusión de que, quizás, en Ecuador no fui del todo desgraciada.
No sé qué ha podido influír más en tal reflexión, si haber recibido noticias lojanas de buena parte de la familia más buena o empezar a asumir que en este país debe estarnos prohibida la tristeza. Es como cuando enfermó mi madre, si ella no lloraba, no delante de los suyos, nadie tenía derecho a llorar; te comes tus lágrimas con mocos como puedes o te vas de la habitación.
Outfit blanco
Templos, la verdad, hemos pisado pocos como para volverme tan mística y espiritual, pero nuestro estilismo quizás sí haya tenido algo que ver en el inicio de la transformación al modo: en positivo que se supone ejerce la India sobre todo aquel que la visita.
Bajo el ventilador de aspas, dos cuerpos tendidos, horizontales, cada uno en su espacio; uno cubierto con edredón de plumas, la paciente, y otro, el de la amiga con paciencia, por tan solo una sábana blanca, cual túnica.
No sabría decir a qué etnia, casta o religión pertenece el atuendo, aunque creo que más que pureza simboliza a los parias de la tierra y, trasladado a España, aunque las comparaciones son odiosas, eso es un poco lo que somos los desempleados, ¿no?
Puja
El tiempo no ayuda a hacer una escapada rápida, ni el intenso olor a cloaca del río, que se ha agudizado estos días, pero el potente sonido de una percusión ahogando, por primera vez, los rezos a Alá, han favorecido mi abandono por unas horas del ascetismo de hotel para acabar en el kitch ascetismo de, por fin, un ritu hindú.
Como nadie hablaba inglés, salvo el lema de la camiseta del director de la joven orquesta: The end of education is the character, deduje que me dejaban entrar, aunque un sí con la cabeza realmente significa no y un no es un sí.
Por todo lo leído, la finca poblada de pequeños galpones individuales pero contiguos era la residencia de una familia extensa, con su templo propio, su atrio de cómodos y coloridos sofás de skay y la imagen de unos dioses sobre la corteza de un árbol.
Me habría encantado hacer fotos, aunque no tengo ni buena cámara ni técnica correcta, pero el hombre con camiseta me dejó claro, ya no con la cabeza, sino con miradas y gestos, que no, que un poco de respeto, y con razón.
Los jóvenes percusionistas atendían a las indicaciones del hombre barbudo, que me recordó un poco a la versión hindú del calvo de Whiplash, al final la mirada occidental deja siempre su impronta en todo.
Un hiperactivo chico de gafas más grandes que su cara, turbante y buzo naranja, como si procediera del grupo madrileño Lostintranslation, vibraba con sus golpes que, entre risas y satisfacción, seguían acompasados el resto de los enanos.
Un particular coro de iglesia para acompañar lo que también deduzco, por lo estudiado, que era una puja, una ofrenda a los dioses del tronco del árbol. Intuyo que eran madres que se habían encomendado al más allá para ofrecer a sus dos hijos adolescentes, de hormonas disparadas, que mantenían las formas y seguían, religiosamente, lo que les indicaban las mujeres con sari.
Una piedra en forma de huevo, impregnada de iogurt, mantequilla y aceites, derretida por la proximidad de unas velas, sobre la que pasaron sus manos los ofrecidos ante la atención de sus progenitoras y el pasotismo de su hermana pequeña, una de esas niñas de ojos oscuros y rápida sonrisa, que le interesaba mucho más mi «exótica» presencia que las necesidades espirituales de sus brothers.
Otras mujeres de la aldea y/o familia hacían cola con cestas de manzanas, galletas y otros manjares, que fueron depositando únicamente para el consumo metafórico de sus dioses.
Por mi parte, necesito alguna dosis más de espiritualismo o una bacteria de cordero paquistaní como la de mi amiga para que no me puedan los deseos más terrenales; así que, discretamente fui dando pasos hacia atrás con las manos en el mudra del Namasté y volví al hotel. Me enfundé de nuevo en mi estilismo asceta, pedí algo de comida y seguí, nostálgicamente feliz, leyendo.